El billete más grande
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No fue hace tantos años, pero hubo un momento en el que sólo los grandes tenían acceso a los billetes de mayor denominación. En mi infancia, allá en época de australes, pensar en tener un billete de mil era una locura. Por entonces, un cumpleaños podría representar la aparición de un billete de 10 australes, que (sin saber cuántos dólares representaban), era equivalente a una bolsa grande de caramelos ricos en el kiosco de mi barrio.
Por J. Ignacio Merlo
Con la caída de un diente, por ejemplo, se puede enseñar micro y macro economía. Mi primer diente se cayó por culpa de una manzana en la que dejé el invicto dental. Tenía 6 años y el Ratón Pérez me dejó cinco jugosos australes. Muchos años después, vi cómo primos mucho más chicos que yo recibieron billetes de 50 pesos con la cara de Sarmiento por la misma dolencia bucal. Esos billetes servían para comprar, ya no bolsas medianas de caramelos, sino paquetes de tamaño mayorista de golosinas varias.
Pero ahora hubo un cambio radical. Mi sobrino perdió una paleta a manos de un golpe días atrás. Entiendo que en el mercado dental no vale lo mismo una paleta que un premolar, y que es distinto perder una pieza dental por un golpe que por una caries, pero la queja de mi sobrino me da a pensar que hasta los nenes (4 años tiene), tienen conocimiento preciso de cómo el dinero fue perdiendo poder adquisitivo en el último año. “¡Mamá! -protestó Pedro- el Ratón Pérez está pobre. Me dejó una ballenita (en referencia al billete de 200), y cuando se me salió el otro diente (un incisivo tras una caída en enero) me había dejado un puma de los verdes”. Y redobló: “¿Esto para qué alcanza?”.
Todos los adultos nos miramos incómodos. Sin mirarnos, supimos que era una pregunta incómoda (aunque inocente), que no sabíamos cómo responder. Pedro no se hizo mucho problema. Plegó su billete y se fue a su cuarto.
Al rato volvió, me miró y me dijo: “¿Tío, a vos se te caen los dientes?”. Le expliqué que no y asintió con la cabeza: “Claro, ni conviene