Certezas sobre la muerte

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Es 1994 y la única certeza con la que enfrento la pubertad es que la muerte se empieza a vislumbrar. Aunque lejos estoy de pensar en la muerte como algo propio, tengo por primera vez la confirmación de cómo será la muerte mía y de todos los amigos nuevos que hice al llegar a Buenos Aires: será culpa del SIDA, sin dudas.

Hubo un momento a principios de ese año en que el nene que fui dejó de existir para siempre y en un segundo. Como a todos, la madurez me llegó por un trauma.

Ocurrió el 22 de febrero de 1994, en el preciso instante en el que el auto en el cual abandoné la ciudad cruzaba el cartel que deseaba “Buen viaje”, “Bienvenido a la ciudad”, dependiendo de la cara que uno mirase. Así fue como abandoné Río Tercero siendo un nene y llegué a Buenos Aires siendo adolescente. Había cambiado la piel de forma definitiva y no tenía dónde estrenarla.

Al arribar a la ciudad comencé a encontrar novedades y miserias en la cotidianeidad. Lo que para todos era normal, para mí era un mundo nuevo. Viajar en tren, fumar, trasnochar. Todo eso pasaba al mismo tiempo que ocurría mi metamorfosis. La última vez que mi abuelo me dio una moneda mientras vivía en Córdoba,  la guardé en la alcancía como ahorro para comprar figuritas. No bien pisé Buenos Aires y el viejo Adolfo me dio algún peso lo apreté fuerte en la mano para comprar Marlboro y fumar rodeado de amigos granosos y desproporcionados.

En Córdoba hacía experimentos con langostas; en Buenos Aires aprendí a pintar las paredes con aerosol; allá dibujaba canarios y gorriones en un cuaderno apaisado; acá me tatuaba. Si bien la adolescencia es una bisagra en la vida de cualquier mortal, haber cambiado de terreno y compañía a mitad del camino sólo sirvió para diferenciar más -mucho más- la vida de un nene de la de un adolescente. Y entonces vino el SIDA.

Nadie sabía coger en mi grupo de amigos. Como mucho, alguno tenía una foto de una revista vieja en la cual se veía una teta a contraluz. Lo único puro que quedaba por hacer, entonces, era escuchar música. Romperse los oídos con auriculares feos y agudos con alguna canción que presente un mundo mejor.

Yo coqueteaba con Guns n’ Roses y el bueno de Axl, pero una vez en Buenos Aires, después de ahorrar la plata de los pebetes del colegio por un par de días, compré una edición de dos discos de “Circo Beat”, el primer álbum de Páez pos “El amor después del amor”. De todas las canciones que armaban ese hermoso disco dorado -por fuera y por dentro-, la melodía de “Las tardes del sol, las noches del alba” se colaba en mis oídos una y mil noches. “Algo andará pasando, andará rondando por Villaguay”, repetía el rosarino y no tenía ni Google ni enciclopedia para saber de qué hablaba cuando hablaba de Villaguay. Y sin embargo me cautivaba. Yo aún no tocaba piano ni guitarra ni nada, pero sabía que en esas notas se escondía un aliado.

Lo que no sabía entonces -sabía, pero no entendía- es que la respuesta a todas las preguntas que se cruzaban por la cabeza de todos los que tuvimos dieci en los fatídicos y hermosos años ‘90 estaba en la voz del mismo rosarino de rulitos, en una canción que solía repetir como un lorito cuando era nene. “Prendí la radio y escuché y escuché, 200 chicos mueren hoy sin su AZT”. Yo lo sabía de memoria y no tenía idea de qué hablaba.

El AZT era una droga que se usaba para paliar el SIDA en los ‘90 y que, por políticas de Estado, era negada y recortada a muchísimos enfermos alrededor del mundo. Quizá por eso algunos años después en medio de la clase de educación en tercer año pregunté por qué, en lugar de enseñarnos tanto del SIDA, no nos explicaban cómo ponernos un preservativo. Me costó 12 amonestaciones, pero no me importó. Supe que le había tocado la llaga al sistema. Ese día comencé a despedirme de la adolescencia para entrar en una etapa tanto más perturbadora y sin nombre. Y ahí me quedé varios años.

Por Ignacio M

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