Tras los pasos de Ernest Hemingway

PASIONES.

La Habana es una estela de anécdotas y leyendas que se enorgullece de ilustres y añoradas presencias. Sus calles de adoquines respiran colonia, ron, mambo y viejas disputas. Y sus bares, poesía. Si sabrá de eso el escritor Ernest Hemingway, quien pisó la isla por primera vez en 1928, a las 11 de la noche, y mantuvo con esa tierra un vínculo para nada efímero.

Llegó a Cuba en un viaje rumbo a Key West, el punto más austral de los Estados Unidos, a bordo del vapor inglés Orita, y dicen que en 1939, motivado por el amor a la ciudad -o a cierta dama- se instaló en la esquina de las calles Obispo y Mercaderes del casco histórico, en la habitación 511 de un hotel con nombre de presagio, el “Ambos Mundos”, hasta que compró su casa en Finca Vigía.

Además de invertir su tiempo en escribir obras memorables que le valieron el Premio Nobel de Literatura y el Pulitzer, como Por quién doblan las campanas o El viejo y el Mar, Hemingway admiraba el arte y le gustaba pescar, navegar en su yate Pilar, tomar buenos tragos y tener esposas: se casó en cuartas nupcias.

Así, el escritor enamorado de La Habana, de su mar y de su gente, marcó dos hitos: los bares La Bodeguita del Medio y El Floridita, donde solía escurrir por su paladar mojitos y daiquiris.  “Mi mojito en la Bodeguita, mi daiquiri en El Floridita”, estampó a tinta sobre un lienzo que todavía cuelga de la pared pintarrajeada en la Bodeguita, testigo de una presencia que se volvió añoranza.

Así como llegó una noche a la vieja Habana, se fue una tarde, el 25 de julio de 1960, para nunca más volver. Ni a Cuba, ni a ningún otro punto de la tierra: su memoria perdida lo llevó a otros universos.

Por eso, para recordarlo, tomarse un mojito en La Bodeguita y un daiquiri en El Floridita es un paso obligado en un paseo por la nostálgica isla del Caribe.

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