"Yo no sobreviví para ver a los represores en su casa"
DERECHOS HUMANOS. Teresa Laborde nació en un patrullero camino al Pozo de Banfield. A sus 43 años, continúa con el legado de su madre y jura que no va a bajar los brazos hasta que se haga justicia.
Teresa Laborde nació el 15 de abril de 1977 en el asiento de atrás de un patrullero. Su madre, Adriana Calvo, tenía los ojos vendados y las manos detrás de la espalda. Sus captores la llevaban al Pozo de Banfield, no a un hospital. Durante el viaje, por el traqueteo del auto, la beba recién nacida se cayó del asiento y quedó colgada del cordón umbilical.
Adriana suplicó que se la alcanzaran. Pero los represores no le hicieron caso. Cuando llegaron, el médico Jorge Bergés se metió en el auto y cortó el cordón que unía a Adriana con Teresa. A Adriana la subieron a una sala de azulejos blancos y, entre gritos y burlas, le trajeron un balde para limpiar su propia placenta. Sólo después le devolvieron a su hija.
Desde momento, Adriana se hizo una promesa: "Si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días porque se hiciera justicia". Así lo recordó años más tarde. Y así lo hizo. Declaró en más de 15 juicios de Lesa Humanidad, y mañana su voz se volverá a escuchar, en una grabación, en la sala del Tribunal Oral Federal N° 1 de La Plata.
La lentitud de la justicia todos estos años no le permitió volver a declarar sobre el último campo de concentración donde estuvo secuestrada. Falleció antes.
Su hija, Teresa, es garante de ese legado. Y si bien, ante la pregunta, reconoce que no sabe qué pensaría su mamá sobre el inicio de este nuevo juicio, ella tiene bien claro lo que espera: "Es hora de que los jueces hagan su trabajo, después de más de 40 años, ahora les toca hacer su parte".
Sin vueltas, Teresa habla y es como si se volviera a oír la voz clara y firme de Adriana, la primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el Juicio a las Juntas, exigiendo justicia, en su carácter de víctima y testigo de las atrocidades sufridas por sus compañeras y compañeros con las que compartió detención durante días.
"Ver a (el médico policial Jorge) Bergés, en su casa, contándole a los jueces los atentados que sufrió es una tomadura de pelo, una falta de respeto para los sobrevivientes, los familiares, las abogadas querellantes. ¡Tantos años esperando el juicio y verlos así en su casa!", se queja, Teresa.
"Los sobrevivientes hicieron su parte: dieron testimonio y muchos se murieron de viejos, de cáncer, y no llegaron a ver este juicio. Ellos pelearon su segunda vida, porque salir de eso (sobrevivir a la dictadura) es una segunda vida, y hoy siento que los jueces no están haciendo su parte", insiste con una tenacidad que parecería heredada.
En 1977 Adriana era investigadora docente de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata y, a pesar que la dictadura había prohibido y perseguía toda actividad gremial, militaba en una agrupación de esa institución donde reclamaban por la desaparición de otro docente de esa casa de estudios, Carlos De Francesco.
El 4 de febrero una patota rodeó su casa de Tolosa. Ese día no había ido a trabajar a la Facultad para quedarse con el segundo de sus hijos, Santiago. La mayor, Martina, tenía tres años y por primera vez había decidido ir a Temperley a dormir con sus abuelos. Adriana estaba embarazada de seis meses de su tercera hija, Teresa.
Los policías la sacaron a la calle y atrás un hombre llevaba de la mano a Santiago. Cuando los estaban por meter en el auto, una vecina alcanzó arrebatárselos a tiempo. "Es mi nieto, no se lo lleven", gritó la vecina.
"Así se salvó mi hermano de ser llevado con mi mamá", cuenta Teresa. Por esos días ella estaba en la panza de su mamá y llevaba seis meses de gestación. Adriana primero estuvo secuestrada en la Brigada de Investigaciones de La Plata; luego, en el Destacamento Arana y en la comisaría quinta de La Plata, hasta que comenzó el trabajo de parto.
El resto es historia conocida.
En Banfield casi no se comía. Teresa estaba desnuda, su única cuna era un cajón de escritorio. En otra celda estaban los hombres con los que había compartido cautiverio en la Comisaría V. Sus compañeras se turnaban para acunar a la beba. Ellas mismas fueron las que hicieron una muralla cuando un día los guardias intentaron poner una pastilla de gamexane para matar los piojos que eran una plaga en la brigada de Siciliano y Vernet.
Cuando Teresa tenía 6 años supo todo por lo que tuvo que pasar. Era la época en la que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) empezaba a recolectar los testimonios y a visitar los centros clandestinos. Y Adriana estaba decidida tenía que declarar.
"Ella no tenía miedo, sufrimos muchas amenazas pero no tenía miedo, o tal vez sí y lo ocultaba a los hijos. Era una mujer muy alegre y tenía muchos amigos", recuerda Teresa, que pudo compartir con su madre otro nacimiento: el de su primer hijo, hace 14 años.
Su obstetra, sabiendo lo que había padecido Adriana, le permitió estar presente en el parto de su hija: "Vos tenés que estar ahí", le dijo la médica y Adriana pudo ver el nacimiento de su primer nieto y primer hijo de la niña que parió presa. "De la emoción se desmayó", recordó Teresa.
"Yo intento ser feliz, no quejarme porque soy la única bebé que salió con su mamá (de un centro clandestino de detención)", afirmó y cerró rotunda: "Pero yo no sobreviví para que me tomen el pelo y ver a los represores en su casa".