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Villa Rojas, el "Messi del arte": "Mi obra es un solo proyecto de dimensiones temporales equivalentes a mi propia vida"

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Hay una serie de características que no pasan inadvertidas en sus creaciones: sus obras son muchas veces monumentales, siempre impactantes, y en su gran mayoría están realizadas en arcilla, un material frágil, oscuro, quebradizo, que en ocasiones el propio artista se encarga de destruir al término de las exposiciones.

El artista rosarino Adrián Villar Rojas (1980), a quienes muchos llaman el "Messi" del arte por haber conquistado el mundo con sus instalaciones tan desoladoras como monumentales, se prepara para inaugurar en octubre una nueva exposición, esta vez en el prestigioso Geffen MOCA de Los Angeles, y aseguró a Télam que sus obras responden a la necesidad de preguntarse "por todo lo que no es, más que por lo que es".

Luego de ganar en 2003 el concurso Curriculum Cero, organizado por la galería Ruth Benzacar para jóvenes artistas sin trayectoria, en pocos años Villar Rojas fue protagonista de una meteórica carrera que incluyó exhibiciones en la Bienal de Venecia 2011 (como representante de la Argentina), el Centro Pompidou de París, el Guggenheim, el Moma y el Met del Nueva York, en la megaexposición Documenta Kassel de Alemania, en la Fondation Vuitton de París, en la Serpentine Gallery de Londres y otras tantas ciudades, un impulso que se aceleró con su colosal ballena de arcilla (titulada "Mi familia muerta") encallada en el paisaje de Ushuaia, que presentó en 2009 en la Bienal del Fin del Mundo.

Otro punto importante de su carrera, no tanto por la apabullante conquista de la escena internacional sino por representar los cimientos de una búsqueda artística que aún hoy se continúa como en un invisible trazado, fue haber obtenido en 2007 el Premio arteBA Petrobras de Artes Visuales con su instalación "Pedazos de las personas que amamos", una mesa de seis metros sobre la que desplegó un pequeño universo de situaciones detenidas en una desesperante quietud.

Hay una serie de características que no pasan inadvertidas en las creaciones de Villar Rojas: sus obras son muchas veces monumentales, siempre impactantes, y en su gran mayoría están realizadas en arcilla, un material frágil, oscuro, quebradizo, que en ocasiones el propio artista se encarga de destruir al término de las exposiciones.

Además, con su imaginería, Villar Rojas alude a paisajes apocalítpicos o fantásticos, que en los últimos tiempos presentó en distintos museos y centros culturales aglutinados bajo el mismo nombre "El teatro de la desaparición".

En diálogo con Télam, confiesa que no tiene planes de exhibir en 2018 en la Argentina y que ultima los detalles para una gran exposición individual que inaugura el próximo 22 de octubre en The Geffen Contemporary en el Museo de Arte Contemporáneo (MOCA) de Los Ángeles, otra vez bajo el nombre "El teatro de la desaparición", un site specific que recrea escenarios que parecen estar en busca de su lugar en el tiempo, y que al término de la exposición "desaparece sin dejar huellas".

Por lo general esquivo a dar entrevistas, Villar Rojas mantuvo una charla con Télam sobre su obras y métodos de trabajo.

¿Cómo definirías "El teatro de la desaparición"? ¿Cómo se vincula con tus proyectos anteriores como la instalación en la terraza del MET o en el Observatorio de Atenas, que llevaban el mismo título?

- Adrián Villar Rojas: No hay vínculos temáticos o formales, no construyo una narrativa en capítulos. Creo que hay un solo proyecto que ha tomado dimensiones temporales equivalentes a mi propia vida. Ese proyecto se pregunta sobre lo que no logra sobrevivir, lo que no deja huellas, pero lo hace a través de una paradoja: el despliegue material sobre el mundo, la absorción del mundo como un infinito contexto para la realización de una escritura situada, no transferible ni desplazable. Por eso cada partícula de este proyecto muere en su sitio, casi sin dejar huellas (o sin dejar huellas que tengan algún significado relevante). En este sentido, el teatro como acontecimiento vivo que nace, muere y renace en un proceso de desaparición y duelo híper acelerado y cotidiano es una de las metáforas epistemológicas más interesantes que he encontrado para pensar mi práctica. El título de esta serie de experiencias sería entonces una bella tautología: el teatro es en sí mismo desaparición, y su estudio, el intento de lidiar con ese duelo constante, con un corpus híper entrópico del que en un abrir y cerrar de ojos no quedará nada, ni siquiera memoria. Puro vértigo.

- T: En tus trabajos suele haber referencias a ruinas de lo que imaginás como una era postapocalíptica y posthumana. ¿De dónde surgió este interés o esta visión?

- A.V.R.: Aclaro algo: no tengo ningún interés narrativo en el tema "fin del mundo", ni ficcional ni científico. Es una metáfora epistemológica que me ha permitido ampliar mi campo ontológico, es decir, mi espacio de pensamiento, de preguntas, de exploraciones, de articulaciones. Desde el comienzo de mi práctica entendí que el campo de operaciones abierto por Duchamp (como síntesis de la revolución del siglo veinte) era tan vasto como el lenguaje mismo, y me refiero a la producción simbólica humana en su conjunto. No hay muerte del arte sino expansión permanente sin sutura final. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo escapar del universo ontológico duchampiano que, sin más, coincidía con el lenguaje? No hay más nada que hacer, me dije. Sólo queda iniciar un duelo, no histórico (no estoy anticipándome temporalmente a nada), sino ontológico, es decir, un estado de duelo en suspensión y tensión con esta expansión sin sutura final que es la producción simbólica humana. En este sentido, lo que me propuse fue crear un hipotético borde del fin, una suerte de orilla del lenguaje en el que situar una subjetividad alienígena que, desde allí, se dedicara a hacer este duelo del lenguaje (de todo el lenguaje, de todo el ruido humano), desde una sensibilidad extraña, totalmente horizontal y desprejuiciada, desconociendo por completo nuestras jerarquías de signos, íconos y valores, un tábula rasa, pero con el pathos mínimo para iniciar este trabajo de elaboración del fin de la originalidad (de la idea de arte como refundación constante desde las raíces a partir de un yo refundador). La productividad de esta metáfora epistemológica para generar un campo enriquecido de entes y experiencias me permitió sacar las narices y respirar en el borde "éxtimo" del universo Duchamp, redefiniendo totalmente mi relación con los contextos en los que trabajo. La palabra clave pasa a ser porosidad.

- T: ¿Cómo describirías tu metodología de trabajo?

- A.V.R.: Trabajo en la mente de las personas. Desde allí, en intercambio, intento ir alojando ideas, que a su vez vuelven a mí, el proceso es infinito e infinitamente complejo. Creo que esto es una herencia psicoanalítica de mi madre, muy amante de esa práctica. Diría que trabajo en transferencia negativa con el entorno (sea el que fuere), en un lento proceso que no escatima en darle cara a las rugosidades y discontinuidades de la comunicación humana. No trabajo con la transparencia de lo ficticiamente consensual, sino con la opacidad de las grietas y de las suturas mal cosidas de un lenguaje que todo el tiempo se escapa, y del que todo el tiempo nos escapamos. Porque, después de todo, ¿a quién le gusta discutir? Nos volvemos transparentes y consensuales para solventar eficazmente nuestras tareas, en una instrumentalización brutal del otro, la de un "sí" o un "no" sin siquiera escucharlo, reduciendo a ese otro a la condición de insumo de mi maximización laboral. No. La materia que trabajo, la única que me interesa, es la humana. Cada cosa que puede verse en el cronotopo de una experiencia concreta llamada "proyecto" está invisiblemente rodeada de una gigantesca

y silenciosa urdimbre de interacciones que, a lo largo del tiempo, fueron construyendo el espacio mental/institucional -sobre todo mental, ya que no hay tal cosa como una "institución" sino gente, seres humanos de carne y hueso- para alojar ese proyecto. Como en el psicoanálisis, esa experiencia -ese lento y rugoso proceso de largo aliento que a veces dura años- es intransferible, e irrecuperable, incluso -o sobre todo- en términos "exhibitorios", para quienes asisten al acontecimiento "arte". Esa es la paradoja, estar explorando toda esta inmaterialidad contextual teniendo que hacerlo bajo la premisa y la expectativa sistémica de ofrecer materia -o, más en general, algo- exhibible

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