Bajo la frontera de la superficie

PASIONES.

Tanto los primeros hombres que en la Grecia Antigua iban bajo el agua aguantando la respiración para encontrar esponjas y ostras, como los modernos aventureros que se sumergieron con un equipo autónomo, bucearon guiados por la misma necesidad: buscar alimentos, trabajar o explorar lo desconocido. Ese motor permitió desarrollar un deporte maravilloso que, luego de mucho avance y también de varias desgracias, se transformó en una actividad de riesgo controlado.

Quienes se adentran en este deporte para empaparse de la vida subacuática, y saborear la ingravidez y el silencio, se someten a una pregunta reiterada: “¿No es peligroso? ¿No tenés miedo?”. Y la respuesta, de manual, la que enseñan en las escuelas PADI o SSI, las dos certificaciones más reconocidas en el mundo, es la misma, la que después se corrobora con la experiencia: “El conocimiento sustituye a la ansiedad y el miedo”.

Lo que quiere decir eso es que si uno sabe prevenir un inconveniente y está entrenado sobre cómo comportarse si igual surge, las posibilidades de lesiones o incluso la muerte son casi nulas. La clave está en sumarle al saber el autocontrol, aunque dominar lo primero ayuda mucho a lo segundo.

Entre lo que hay que saber está lógicamente bucear dentro de los límites de la formación; evaluar las condiciones antes de cada inmersión y asegurarse de que encajan con las capacidades personales; saber, por ejemplo, cómo la presión y el nitrógeno afectan el cuerpo humano; qué hacer si se termina el oxígeno para llegar a la superficie con pocas o ninguna posibilidad de lesionarse, conocer y revisar el equipo antes y durante cada buceo; nunca bajar sin un compañero; aceptar la responsabilidad del propio bienestar y ser consciente del medio ambiente en todas y cada una de las inmersiones.

En el 1800, los primeros buceadores, los de tubo, campana o grandes compartimentos, no conocían estas cosas y sufrieron la enfermedad descompresiva, a la que llamaron erróneamente reumatismo. La ciencia médica no tuvo sino mucho tiempo después información de los efectos de la presión en el cuerpo humano.

De todas formas, cuando uno comienza a bucear cree que está aprendiendo una actividad, pero lo que está haciendo en realidad es convertirse en un buceador para toda la vida.

Porque el buceo transforma al hombre, lo enfrenta con sus límites, lo obliga al encuentro consigo mismo y con la naturaleza, donde el habla es sólo pensamiento y el cuerpo se siente en los pulmones; donde los colores se van perdiendo para darle lugar a un azul intenso, ese abismo que espera detrás de la frontera, que es la superficie. Como dijo Jacques Cousteau, una vez que se entra en el hechizo del mar, uno se envuelve en su magia para siem

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