La Unión | Maestro ciruela

Aberración por la escuela

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Gajes del oficio, por el Maestro Ciruela

Hay chicas y chicos, también otros ya bastante grandulones, que odian el colegio, lo detestan con todas las ganas y por sobre todas las cosas. Esta aberración es notoria desde que llegan cada día con una cara de quien debe hacer un trabajo forzado bajo un sol abrasador y con un pesado grillete que frustra cualquier intento de fuga.

Para esta clase de alumnos la caída del sol del domingo es un momento de sufrimiento sin límites al tomar noción del epílogo del fin de semana y del inicio de ese calvario escolar que comienza en la jornada siguiente y que se va a prolongar toda la semana. Lo ven como una suerte de esclavitud.

Además, a medida que la semana transcurre y el viernes comienza tibiamente a acercarse, empiezan a mostrar una leve sonrisa que termina de dibujarse cuando suena el timbre de salida que marque el arranque del fin de semana. Su dicha aumenta considerablemente si hay feriados.

Por eso, contabilizan minuciosamente los días en rojo en el calendario con los correspondientes feriados puente, que puede alejarlos fuera del aula hasta por cuatro días. Ni hablar de las vacaciones de invierno o de las de verano.

A pesar de este odio a la cursada y su estancia obligada dentro de la institución, suelen ser buenos compañeros y cosechan amigos por doquier, incluso empatizan con aquellos con los que no comparten su misma aberración.

Tampoco son de mala conducta, conflictivos o de bajas calificaciones: las malas notas pueden extender el ciclo lectivo a diciembre y febrero y aún peor, repetir un año. Alargar su presencia en los claustros educativos ya es toda una tragedia.

En la familia se sabe que tienen a éste o ésta integrante y hasta le brindan consuelos frecuentes, explicándole que no está mal el tiempo de estudiante y que es mucho más duro lo que viene después: el mercado laboral.

Incluso la vecina de al lado está al tanto de este asunto, el panadero de la vuelta ya lo sabe también, los muchachos del taller mecánico del barrio sospechan algo y hasta el cartero parece adivinarlo.

Refunfuñan, bufan, patalean, se fastidian, se toman la cabeza y otros gestos que denotan un odio a flor de piel, pero son los que lloran como Magdalenas cuando egresan y les cae la ficha de que el colegio no estaba tan mal después de todo.

Un poco tarde para darse cuenta, pero al menos les quedará la eterna anécdota juvenil sobre cuánto odiaban el colegio, su enemigo número uno de aquellos días.

 

 

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