Cuando Luis Alberto Spinetta escribió para Anteojito

mundos personales. A sus 15 años, el Flaco colaboró con la tradicional revista con un dulce cuento, donde narra vivencias de su niñez en primera persona. 

Luis Alberto Spinetta fue un talento precoz para la música y para otras artes, tal como lo demostró en las ilustraciones y los textos que produjo en su más tierna edad. 

A propósito de su emergente talento, corría 1965 cuando ese delgado quinceañero le envío a la revista Anteojito un relato, colaborando en una sección de cuentos de lectores bajo el título de "Mi infancia en el recuerdo". 

En esas líneas, donde ya se vislumbra su futura pluma de poema, cuenta vivencias familiares con mucha ternura citando a su hermana Ana, a su abuela Catalina y a su Tía María (la protagonista del cuento), entre otras personas de su clan. 

En primera persona, en el cuento da cuenta de algunas pinceladas sobre cómo fue la niñez que vivió en la casa de Arribeños 2853, en el Bajo Belgrano. 

La revista Anteojito fue creada por Manuel García Ferré en 1964. Junto a Billiken fueron por décadas las dos publicaciones más importantes para chicos. 

Por sus páginas desfilaron personajes como Anteojito, Pi-Pío, Trapito, Hijitus, Neurus, Pucho, Calculín, Sónoman, Pelopincho y Cachirula.

Anteojito publicó 1925 números y último fue el 28 de diciembre de 2001. 

"El licor de Yaya"

Cuando, por las noches frías de invierno, se escuchaba el estentóreo campanilleo del viejo reloj de tía María o "Yaya", como cariñosamente la llamábamos, mi hermanita Ana y yo saludábamos a nuestros padres y, automáticamente, corríamos hasta el dormitorio de la abuela.

Ésa era la costumbre. Una especie de rito familiar, de ceremonia que se desarrollaba en aquella sala inmensa que tanto nos impresionaba. Una sala que sólo dejaba de ser lúgubre por los cuadritos de color, iluminados, y por las paredes rosadas que, a pesar de la pintura, delataban la antigüedad de la casa.

Noche tras noche, en ese escenario, se desarrollaba ese especie de rito tan grato que ha quedado impreso en mi memoria.

"Yaya", con su rubia cabellera, su mirada castaña y su corazón repleto de bondad y de paciencia, controlaba su reloj despertador, haciendo sonar su bullanguera campanilla. 

Era el instante señalado para que mi hermana y yo entráramos a la sala, saludáramos y, tras de desvestirnos frente a la estufa (¡teníamos cuatro y cinco años!), protagonizáramos el fin del día con un brindis. Pero, primeramente, la oración frente al iluminado cuadrito de San Cayetano. 

Luego, tía "Yaya" llenaba tres pequeños vasos con un licor dulce y añejo (¡aún siento su sabor al evocar la escena!). Un licor delicioso de no sé qué casera destilería…, y antes de sorber el néctar, "Yaya", Anita y yo entonábamos alegremente aquella inocente copla cuya intención no entendíamos cabalmente: "A beber, a beber, y a apurar la copa de licor, que el vino hace olvidar las penas del amor"

Después, cuando desde la calle empedrada nos llegaban los ecos del rodar de algún carro rociado de noche, de frío y de luna, Anita y yo, en la gran cama de la abuela Catalina, cobijábamos nuestros cuatro y cinco años en una tibieza de nido, mientras en nuestro pechos niños retozaba inquieto el adorable calor de aquel viejo vino: el licor de "Yaya".

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