Ya no podemos esperar más

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POR Ignacio Merlo

“Avisá cuando llegues.” La frase salía con frecuencia de la boca de mi vieja y, sin embargo, estoy seguro de que es denominador común en la voz de cualquier madre (o padre) que se preocupe por sus hijos. “Avisá cuando llegues”, repetía, sin importar adónde iba. Mi adolescencia -que transcurrió en los tristemente célebres años noventa-, me encontró protagonista de cientos de momentos en los que pedí prestado un teléfono y avisé: “Llegamos, todo bien”, repetía como un loro. Cuando la distancia geográfica -por una cuestión de costos- impedía avisar por teléfono, me las rebuscaba para mandar un telegrama. Así escribí desde algún otro país: “Llegamos bien”, en un telegrama lo más escueto posible, dado que se paga por cantidad de caracteres. Pero todo cambió y mucho. Pienso -ahora que soy padre, que no tengo necesidad de llevar tranquilidad a nadie-, cómo hubiesen sido aquellos años de las primeras salidas si hubiese tenido un teléfono en el bolsillo. Siquiera pienso en la inmediatez -y comodidad- de las comunicaciones multimedia a través de WhatsApp. El mero hecho de poder mandar un mensaje desde cualquier rincón del planeta era, hace apenas unos -¿15?- años, una posibilidad comunicativa que sólo existía en las películas de Bruce Willis, en los libros de ciencia ficción y en las canciones de popstars esta

dounidenses. Y sin embargo acá estamos. Vuelvo a cuestionar una vez más a la hiperconectividad -de la cual soy rehén, claro- y me intrigo por saber si hoy la geolocalizadores y demás herramientas que los teléfonos tienen para dar con nosotros son una ayuda eficaz en la construcción de los vínculos afectivos que se tejen entre padres e hijos, o todo lo contrario: “¿Llegaste bien? ¿Por qué paraste en tal lado? Hace 20 minutos estuviste online y no me contestaste. Leíste el mensaje y no me respondiste”, y una larga lista de etcéteras, forman parte de los problemas que nos inventamos al querer saber todo el tiempo qué pasa con la privacidad del otro. Y me pienso reclamando a mi hija -hoy una beba- “avisá cuándo llegues”, y no tengo la más remota idea de cómo será que lo haga. Y también un poco me asusta. Cuando me iba de casa a un punto cualquiera, todo lo que pasara en el medio formaba parte de mi privacidad, intimidad, picardía o como se quiera llamar. Si yo decía: “Voy a dormir a la casa de Gastón”, lo importante no era que en el medio estuve jugando fútbol con mis amigos, tocando la guitarra con compañeros de colegio o fumando mis primeros cigarrillos en la esquina con los grandes. Todo eso era para mí y no había necesidad de informarlo. Mis viejos querían -real y únicamente- saber si había llegado bien.

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